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ENSAYOS DE CARLOS RANGEL: MÉXICO Y OTROS DOMINÓS


Aparte de su obra escrita difundida ampliamente, de la cual “Del buen salvaje al buen revolucionario” es la más conocida, Carlos Rangel tuvo oportunidad de escribir ensayos para publicaciones internacionales tales como The Wall Street Journal, Commentary, Newsweek (EEUU), Commentaire (Francia), Veja (Brasil) y Semana (Colombia) entre otras. Además de estos escritos, existe otro gran número de ensayos y artículos para diversas publicaciones venezolanas escritas a lo largo de su vida como formador de opinión, analista y periodista.

Hasta ahora no ha sido posible revisar y catalogar este gran material en su biblioteca personal, pero tras un esfuerzo por localizar sus escritos tenemos la oportunidad de presentar algunos. El primero recuperado es un importante ensayo publicado en la renombrada revista Commentary de los Estados Unidos en junio de 1981, posteriormente muy citado por autoridades y analistas internacionales. Este ensayo no ha tenido amplia circulación en castellano.

Por no tener acceso al archivo documental de manera directa, el texto a continuación es traducido del original publicado en inglés. La traducción es por Carlos J. Rangel, con asistencia de Magdalena Rangel (de Lengua Franca Interpreting) y Antonio Rangel. El texto original incluye dos notas de pie de página, pero se le han añadido ocho más para ofrecer un marco histórico a la lectura. Las notas originales son la nota 4 y la 10 del texto traducido. El resto de las notas son por Carlos J. Rangel.

CONTEXTO INTRODUCTORIO

A principios de 1981 el presidente Ronald Reagan asumió la presidencia de los Estados Unidos tras derrotar a Jimmy Carter, quien había sido debilitado políticamente por la crisis de rehenes de Irán y el reto interpuesto por el senador Edward Kennedy a su candidatura presidencial por el partido demócrata. En ese momento Centroamérica en particular y América Latina en general vivían las vicisitudes de ser piezas del ajedrez político de la guerra fría en pleno desarrollo, con Cuba como la punta de lanza soviética en el hemisferio.

Ya la revolución cubana se había quitado la careta y mostraba su rostro feroz de régimen totalitario cuyo beneficio es para las elites en el poder mientras pregona lemas “revolucionarios” y populistas. La fuerte dependencia que Cuba tiene con la URSS no es aparente sino para agudos observadores, pero las consecuencias de esta dependencia serán puestas en relieve pocos años después al colapsar el imperio soviético, lo cual traerá el “periodo especial” a la isla caribeña.

Pero antes de la revolución cubana había existido otra exitosa en el continente: la revolución mexicana de 1910. Al igual que en Cuba 50 años más tarde, para la inmensa mayoría de la población esas lides violentas entre élites dirigentes no hacen mayor diferencia sustancial pero, a diferencia de Cuba, con su territorio tan cercano a los EEUU en México se instaura un simulacro de democracia que logra que un grupo de burócratas mantengan la continuidad de su élite partidista.

Debido a las necesidades apremiantes de la gran masa indigente, la retórica revolucionaria se transformará en un ingrediente esencial para mantener la continuidad política; y esa retórica revolucionaria tiene un importante componente “anti-yanqui”. Esta retórica y su trasfondo es la que Rangel desglosa en este ensayo, publicado a mediados de 1981, algo más de veinte años después de la revolución cubana, en un momento álgido de la guerra fría, cuando la URSS pensaba que podía replicar en Centroamérica lo ocurrido en Cuba.

Ante la situación de penetración soviética cercana a sus fronteras, dice Rangel, México se enfrenta a un dilema existencial. La revolución cubana puede desenmascarar la farsa populista de la revolución mexicana y su democracia monopartidista, pero aliarse abiertamente con los Estados Unidos para enfrentar las amenazas regionales va directamente en contra de la historia “revolucionaria” del PRI, México y, a fin de cuentas, latinoamericano. El realpolitik se impone y México apuesta al tiempo, argumenta Rangel, como la mejor manera de proteger el statu quo en su país, haciendo creer que simpatiza con los ideales de Cuba y los revolucionarios centroamericanos, y esperando de esa manera evitar que Cuba (y la Unión Soviética) hagan de México otro dominó a caer en la región.

Pero la naturaleza del alacrán hace que pique a la rana que le ayuda a cruzar el río. Muchos años después, en 1994,  el Ejército Zapatista de Liberación en Chiapas, Mexico, hace ruido difundido por los medios y objeto de simpatías izquierdistas en la región. Al mismo tiempo en Venezuela surge un movimiento encabezado por el golpista Hugo Chávez, recién liberado de prisión. Cuba, evaluando estratégicamente estos acontecimientos, y México, actuando con la perspicacia que Rangel describe, crean las condiciones que permiten al chavismo florecer, manteniendo con pocas variantes de fondo el mismo discurso y políticas descritas en el ensayo. Anticipando lo analizado por Rangel, el EZL para todos los efectos, desaparece poco después y Chávez convierte a Venezuela en un punto débil más valioso que El Salvador para Fidel Castro en su ambición de dominar al hemisferio–salvo México.

CJR

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MÉXICO Y OTROS DOMINÓS

Carlos Rangel
Commentary Magazine, Junio 1981

En el debate que se desarrolla actualmente en los Estados Unidos sobre la nueva política de la administración Reagan para enfrentar la penetración marxista en Nicaragua y El Salvador, y sobre el papel de Cuba en el asunto, los simpatizantes norteamericanos de los movimientos marxistas en América Latina hacen mucho hincapié en la posición de México. Estos simpatizantes son un pequeño grupo pero con influencia desproporcionada, ya que muchos de ellos pasan por expertos influyentes en asuntos latinoamericanos, debido a su intenso interés en la región durante las últimas dos décadas.

El argumento de estos influyentes es simple: México sabe mucho más sobre Centroamérica y el Caribe que nosotros; México está mucho más cercano de la acción que nosotros; y no solo México no está preocupado, sino que simpatiza con las revoluciones nicaragüense y salvadoreña. Esta es “la prueba” de que Estados Unidos no se enfrenta a ninguna amenaza comunista en esos países que suponga un peligro estratégico. Lo que tenemos allí es una lucha, admirable por lo demás, de revolucionarios nacionalistas que intentan liberar a sus pueblos de tiranías respaldadas por Estados Unidos: algo, en otras palabras, similar a lo que ha venido sucediendo en México desde 1910, y con lo cual los Estados Unidos no ha convivido de manera incómoda desde entonces.

Comenzaré señalando que todo este argumento puede revertirse fácilmente. De todos los regímenes comunistas, el gobierno cubano es sin duda uno de los más repulsivos en su propio país y de los más agresivos en el extranjero. En ambos frentes, es totalmente servil a la Unión Soviética, que lo mantiene controlado literalmente mediante varias líneas de salvavidas. Ante pruebas abrumadoras, este régimen prácticamente ha dejado de alegar que el comunismo ha mejorado las vidas del pueblo cubano. Ahora dice que las mejoras tendrán que esperar hasta la destrucción de los últimos restos del capitalismo y el triunfo mundial del comunismo. Es así como defiende enviar a sus jóvenes cubanos al África y Asia para hacer el trabajo sucio de la Unión Soviética, y se enorgullece de ser la punta de lanza de la revolución comunista mundial contra Occidente, y sobre todo los Estados Unidos. Sin embargo, y a pesar de todo esto, el régimen de La Habana ha disfrutado del apoyo de México de manera constante. Cuatro presidentes mexicanos consecutivos, diferentes en muchos otros aspectos, han continuado y mantenido esta política incluso después de que ya no era posible racionalizarla como muestra de simpatía por una revolución joven, idealista y nacionalista.

Descartemos entonces la tonta afirmación de que la aparente buena voluntad de México hacia los revolucionarios nicaragüenses y salvadoreños demuestra de alguna manera que estos insurrectos son reformistas estrictamente locales sin ningún vínculo directo con aquellas fuerzas que, basadas en la Unión Soviética y con una posición de avanzada en Cuba, tienen el objetivo bien publicitado e irrenunciable de destruir a Occidente.

Podría argumentarse que aunque la aparente simpatía de México por la guerrilla salvadoreña no es prueba de que no están inspiradas y dominadas por los comunistas, tampoco demuestra lo contrario, de que están inspiradas y dominadas por ellos, o que su eventual victoria conducirá a establecer en El Salvador un régimen similar al de Cuba.

De hecho no lo demuestra, pero para eso no es necesaria una equívoca piedra de toque mexicana. Hay mucha evidencia directa de que lo que ha estado sucediendo en Centroamérica no puede explicarse de ninguna otra manera. Esta evidencia establece claramente que existe un plan bien concebido, heredero del grandioso esquema de Fidel Castro y el Che Guevara de los años 60, ese que produjo la primera ola de intervención cubana en países tan diversos como Venezuela, Bolivia (donde murió Che Guevara) y Chile (donde en su momento, durante el gobierno de Allende, la embajada cubana tenía más personal que el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile). Las aventuras de Castro en los años 60 también produjeron una explosión de entusiasmo entre los intelectuales de izquierda en Europa y los Estados Unidos por aquello que Régis Debray denominó (haciendo referencia a China) la "nueva larga marcha" que se supone comenzaría en La Habana y cubriría el hemisferio. Al final resultó que la principal cosecha de ese esfuerzo por sembrar la revolución consistió principalmente en académicos de izquierda norteamericanos, especialistas en una u otra de las ciencias sociales o la literatura, quienes hasta el día de hoy han permanecido (más o menos) fidelistas y quienes desde sus puestos en las universidades contribuyen desproporcionadamente a formar la opinión pública sobre América Latina e incluso a la configuración misma de políticas estadounidenses hacia la región.

Esta vez, sin embargo, se ha escogido mejor el campo de batalla y el plan se está llevando a cabo con recursos muchos mayores, no solo de armas extranjeras y combatientes entrenados en el extranjero, sino con un aluvión de desinformación a escala mundial que, de cierta manera, es el arma principal de la contienda.

Por ejemplo, la administración Reagan es criticada por atribuirle una importancia indebida a El Salvador (“un pequeño país lejano del que no sabemos nada”, como Neville Chamberlain dijera de Checoslovaquia) por las mismas personas que no consideraban extraño que en los primeros días de Enero, antes de que Ronald Reagan asumiera el cargo, la prensa mundial era guiada de la nariz con informes vociferantes, apropiadamente publicados en todas las primeras planas, acerca de la “ofensiva final” de los rebeldes marxistas salvadoreños contra una junta “fascista” culpable de “genocidio” contra el pueblo salvadoreño. Si El Salvador era tan importante entonces, ¿por qué se reduce ahora a una pequeña guerra remota, indigna de la atención de los Estados Unidos?

Sucede que, como es bien sabido (aunque tal vez ya medio olvidado), la “ofensiva final”, armada hasta los dientes por los rusos a través de Cuba y Nicaragua, fracasó porque carecía de manera conspicua del apoyo popular. Esta acción no pudo lograr su objetivo, que era presentarle a la nueva administración Reagan un hecho consumado. Por lo tanto lo que ocurre ahora es un intento astuto de desmovilizar a la opinión en los Estados Unidos (y en cualquier otro lugar) sobre el tema de esa guerra civil, y adoptar un discurso diferente, más apropiado para el nuevo giro de acontecimientos: asociar cualquier posible acción estadounidense en El Salvador con Vietnam.
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Ahora bien, hay muy buenas razones para debatir las formas y los medios empleados por las políticas de los Estados Unidos hacia Centroamérica y el Caribe. El problema es espinoso y angustiante. Hay amplia cabida para lamentar y reprochar los porqués que condujeron a esta crisis. Es tristemente cierto que la política estadounidense fue egoísta, miope, insensible, perezosa y estúpida al instalar y apoyar a los tiranos clientes en esta región (como Trujillo y Somoza) sin pensar en las consecuencias futuras. Pero no se debe permitir que los comunistas y sus simpatizantes usen esta triste verdad para ocultar el simple hecho de que estamos en presencia de una amenaza deliberada y mortal para el Hemisferio Occidental en una región que los estrategas soviéticos evidentemente han identificado como el punto débil de las Américas.

En Nicaragua, el Frente Sandinista, que se inició con la táctica leninista vetusta pero invariablemente efectiva de formar una amplia alianza de todas las fuerzas "democráticas", ya ha demostrado su verdadera estirpe de múltiples maneras.[1] La victoria de esa alianza (y no solo del Frente Sandinista, como ahora se quiere hacer creer) contra Somoza fue aclamada en todo el mundo como un triunfo de la libertad. Específicamente, muchos creían que Cuba, después de haberse mantenido cuidadosamente apartada de la revolución nicaragüense (la cual tenía toda la ayuda que necesitaba de otras fuentes), no desempeñaría un papel significativo en Nicaragua después de la caída de Somoza.

Sin embargo, pocos días después de que los sandinistas adquirieran el control total, Cuba fue invitada y prácticamente asumió el control total de áreas como las comunicaciones y la educación de masas (el vehículo ideal para el adoctrinamiento marxista). Cuba también asumió el trabajo de organizar a la nueva policía y de capacitar a las nuevas fuerzas armadas nicaragüenses. Estas fuerzas tienen ahora más del doble del tamaño que tenía la Guardia Nacional de Somoza, y están siendo apertrechadas por la Unión Soviética (a través de Cuba) de una manera que recuerda siniestramente el incremento desbocado de la capacidad militar cubana en la década de los 60, dirigido por los soviéticos, que incluso ahora es usado para todo menos para defender a Cuba.

El Frente Sandinista (que, seamos claros, es el nom de guerre del partido comunista nicaragüense) prometió pluralismo político. En la práctica, rápidamente expulsó a todos los elementos no comunistas o inflexibles de cualquier posición de poder.[2] La libertad de prensa fue erosionada de manera inexorable, la oposición política acorralada de manera implacable, las promesas de celebrar elecciones libres dejadas de lado (las elecciones, si se celebran, y cuando se celebren, serán una farsa).

En materia internacional, Nicaragua fue uno de los pocos países que se negó a votar en las Naciones Unidas en contra de la invasión soviética de Afganistán. El importante ideólogo sandinista Bernardo Arce se ha pronunciado en contra del sindicato polaco Solidaridad. Fidel Castro fue el héroe de la celebración de corte claramente comunista del primer aniversario de la revolución nicaragüense, y en esa misma ocasión a los chinos se les dio el trato más álgido posible, aparte de invitarlos a que se presentaran. Hasta que la nueva administración estadounidense presionara para impedirlo, Nicaragua era la plataforma logística para el tránsito de armas enviadas desde lugares distantes tales como Vietnam y Etiopía, vía Cuba, destinadas a continuar la guerra civil salvadoreña.

La suspensión en abril de la asistencia estadounidense en repuesta a estos ultrajes ha servido como pretexto final para el “viraje a la izquierda”, lo que significa el abandono de toda pretensión de pluralismo. De esta manera, Nicaragua está cumpliendo con el calendario previsto: la revolución cubana alcanzó un punto comparable casi exactamente al mismo tiempo (mediados de 1960).

El Salvador, por su parte, hasta ahora se niega a caer, aunque en este caso no se ha hecho ningún esfuerzo para disimular la participación de Cuba (y, por lo tanto, sus amos soviéticos), y eso a pesar de una gran campaña de desinformación que ha logrado crucificar al gobierno salvadoreño tildándolo como idéntico o peor que el de Somoza en Nicaragua. En realidad, este gobierno—una coalición de oficiales militares con el partido demócrata cristiano, el más influyente en el país y ganador de las únicas elecciones limpias celebradas en El Salvador en memoria reciente— ha hecho esfuerzos por implementar de manera sincera reformas económicas y sociales profundas, las cuales una oligarquía terrateniente feroz está igualmente decidida a bloquear. Si no fuera por el asalto de la extrema izquierda, el gobierno ya podría haber tenido éxito y haber sentado las bases para celebrar elecciones. Tal como están las cosas, con los rebeldes marxistas y los escuadrones de la derecha compitiendo para superarse los unos a los otros en hazañas terroristas y macabras, el resultado final se mantiene en duda.

Sin embargo, hay una clara certeza: la destrucción del gobierno salvadoreño actual no favorecerán ni al pueblo de El Salvador ni a los demás en Centroamérica y el Caribe. El reemplazo de este gobierno por un régimen tipo nicaragüense o cubano probablemente sería intolerable para los Estados Unidos e incluso podría llevar a una intervención militar.[3] La victoria de la extrema derecha (que es claramente la segunda mejor opción a la de la izquierda) reivindicaría la versión comunista de los acontecimientos en Centroamérica. Muy pronto se desdibujarían todas las distinciones entre ese futuro gobierno de derechas y el gobierno actual. Estados Unidos, que no podría evitar darle su respaldo, estaría tan comprometido como si hubiese intervenido militarmente. Cualquiera de estos dos escenarios tendría un costo político incalculable para los Estados Unidos, tanto en el extranjero como en su política interna. Esa, por supuesto, es la jugada clave de la intervención comunista en Centroamérica. Pero cualquiera de estos resultados también afectaría negativamente las perspectivas de la democracia en toda la cuenca del Caribe, y la seguridad y estabilidad política interna del resto de Centroamérica y de países como Venezuela, Colombia y, sí, México.

Siendo este el caso, ¿qué explicación puede existir para la indiferencia de México ante los avances marxistas en Centroamérica; o, peor aún, sus expresiones de simpatía y, en su momento, el apoyo casi abierto a los rebeldes en El Salvador? (Ese momento, el de la "ofensiva final", cuando los guerrilleros salvadoreños pensaron que si lograban apoderarse de una porción considerable de territorio, incluyendo algunas ciudades, México les daría reconocimiento formal como "fuerza beligerante").
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Sin duda sorprenderé a algunos lectores al afirmar que los objetivos del presidente mexicano José López Portillo en esta región coinciden indudablemente con los de Estados Unidos. Al igual que los Estados Unidos, el gobierno mexicano desea reducir la velocidad, y de ser posible frenar, la penetración cubana y soviética en Centroamérica[4]. La diferencia esencial es, por supuesto, que los mexicanos quieren tomar las cosas día a día o simular que no están en la lucha, demostrando simpatías y brindando asistencia limitada a los protagonistas locales de la penetración comunista. Racionalizan esa postura argumentando que el statu quo en Centroamérica es indefendible y vulnerable. Gobiernos como los de Nicaragua bajo Somoza, o los actuales de El Salvador, Honduras y Guatemala, serán barridos por la marea de la historia. Apoyar los esfuerzos de esos países contra la subversión izquierdista no cambiará eso. Es mejor tratar de establecer vínculos con los revolucionarios y exhortarlos a mantenerse independientes de La Habana y Moscú.

Por encima de todo, los procesos políticos en América Latina, por muy alarmantes que sean, en ningún caso deben conducir a una intervención por los Estados Unidos. La no intervención (en principio por parte de cualquier país, pero en la práctica principalmente por los EEUU) y la autodeterminación de los pueblos fueron las pautas principales de la política exterior mexicana mucho antes de que Tito[5] las convirtiera en los pilares del movimiento no alineado, y por la misma razón: la incómoda proximidad de una gran potencia con un historial menos que limpio en esta materia.

Esta es, entonces, la posición del gobierno mexicano. Luego está el partido, el PRI, el Partido Revolucionario Institucional, la institución peculiar de México, agente de todo poder, vasija de toda virtud, dispensador de toda prebenda. Al ser formalmente distinto del gobierno, el PRI ha ido mucho más lejos en ese juego del "antiimperialismo", que es la palabra clave universal para una complejidad de sentimientos y actitudes políticas anti-occidentales y anti-EEUU que van desde el resentimiento, la desconfianza y la animadversión hasta la enemistad mortal e intensa planificación a largo plazo con el objetivo de derrocar al Occidente.

En años recientes, el PRI ha hecho un esfuerzo enconado por forjar una red de relaciones con otros partidos “revolucionarios” en América Latina, incluidos muchos para los cuales se les deben eliminar las comillas. A finales de 1979, el PRI celebró una reunión en Oaxaca, en el sur de México, donde estuvieron presentes no solamente partidos socialdemócratas, como el AD de Venezuela, el APRA de Perú o el PRD de la República Dominicana, sino también “Frentes de Liberación” controlados por marxistas y cuyo objetivo es derrocar a los regímenes actuales de El Salvador, Guatemala y Honduras. Por su lado, los partidos demócrata cristianos fueron excluidos de manera categórica, siendo el anticlericalismo uno de los íconos de la mitología revolucionaria mexicana. El hecho de que el presidente salvadoreño José Napoleón Duarte y su partido sean demócrata cristianos podría ser (absurdamente) una de las razones principales por las cuales el gobierno mexicano, y mucho más vigorosamente el PRI, no traten con ellos de manera normal, como el líder democrático eminentemente estimado y partido político que son.

Sea como fuere, el establishment mexicano considera conveniente que el PRI, a diferencia del gobierno, mantenga relaciones estrechas y hasta fraternales con grupos políticos de otros países latinoamericanos cuyas contrapartes en el propio México son reprimidas severamente. Y el hecho de que esto parezca una posición hostil hacia los Estados Unidos no se toma como una posible objeción a tal curso de acción, sino como una de sus virtudes. Importunar a los norteamericanos, sin tener un choque perjudicial con ellos, es lo único seguro y universalmente popular que un político mexicano puede hacer. Y existen razones para esto que los norteamericanos deberían entender.
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Desde México, Estados Unidos es visto, en muchos sentidos, como una sociedad admirable pero también como una fuerza que en el pasado maltrató al cuerpo y alma de México y que, a pesar de sí mismo, continúa amenazando a México, abruma lo que resta de su identidad nacional y bloquea el camino hacia la verdadera independencia y desarrollo autónomo mexicano. A los norteamericanos, estos temores pueden parecer infundados o al menos exagerados. De hecho, y a pesar de que algunas de las pesadillas que los Estados Unidos provoca en México no son del todo racionales (y todas ellas son alentadas diligentemente por la propaganda marxista), éstas tienen una base sólida y se derivan de experiencias pasadas o de los acontecimientos actuales.
Estados Unidos, escribe Octavio Paz en su ensayo de 1976 “El espejo indiscreto”, era visto por los ojos mexicanos en el momento de su independencia de España, no “como un poder extraño que debía combatir, sino como un modelo a imitar”. Ese fue el comienzo de una fascinación que nunca ha perdido su intensidad. La historia de esta fascinación es, en esencia, la historia de las ideas políticas en México. Todos los proyectos políticos y sociales mexicanos, todas las reformas que se suponía iban a transformar a México en un sistema político moderno, derivan de la relación con —por o en contra— los Estados Unidos. “La pasión de nuestros intelectuales por la civilización norteamericana”, escribe Paz,

…va del amor al rencor y de la adoración al horror. Formas contradictorias pero coincidentes de la ignorancia: en un extremo, el liberal Lorenzo de Zavala, que no vaciló en convertirse en un aliado de los tejanos en su guerra contra México, en el otro los marxistas-leninistas contemporáneos y sus aliados, los “teólogos de la liberación”, que han hecho de la dialéctica materialista una hipóstasis del Espíritu Santo, y del imperialismo norteamericano la prefiguración del Anticristo.[6]

Paz destaca el hecho poco observado o hasta ignorado de que los conservadores mexicanos son más radicalmente antiamericanos que los modernizadores de izquierda, ya que en México la tensión conservadora tiene sus raíces en la sociedad jerárquica y contrarreformista de la Nueva España:

[Los conservadores] nunca han hecho realmente suya la ideología liberal y democrática; son amigos de los Estados Unidos por razones de interés, pero sus verdaderas afinidades morales e intelectuales están con los regímenes autoritarios. De ahí su simpatías por Alemania durante las dos guerras mundiales de este siglo.[7]

Pero todos los mexicanos, sin distinción de clase o de ideología, ven a los Estados Unidos como el otro, el antagonista, radical y esencialmente el extranjero. Estados Unidos es la imagen de todo lo que México no es. Es la extrañeza misma. Sin embargo, los mexicanos están condenados a vivir con esa extrañeza:

[Los norteamericanos] están siempre presentes entre nosotros, incluso cuando nos ignoran o nos dan la espalda: su sombra cubre todo el continente. Es la sombra de un gigante. La idea que tenemos de ese gigante es la misma que aparece en los cuentos y las leyendas: un grandulón generoso y un poco simple, un ingenuo que ignora su fuerza y ​​al que se puede engañar, pero cuya cólera puede destruirnos. A la imagen del gigante bueno y bobalicón se yuxtapone la del cíclope astuto y sanguinario. Imagen infantil y licenciosa: el ogro devorador de niños de Perrault y el ogro de Sade, Minsk, en cuyas orgías los libertinos comen humeantes platos de carne humana sobre los cuerpos chamuscados que les sirven de mesas y sillas. San Cristóbal, y Polifemo. También Prometeo: el fuego de la industria y el de la guerra, las dos caras del progreso, el automóvil y la bomba.[8]

De hecho, México ha visto buena parte de esa cara del monstruo norteamericano. En 1845-46, los EEUU no solo se apoderaron de Texas (que se había separado de México por su cuenta en 1836) sino que también aprovecharon la ocasión para invadir a México, ocupar su ciudad capital y arrancar de su cuerpo el territorio de los actuales estados de California, Arizona, Nevada, Nuevo México, Utah y partes de Colorado y Wyoming. Es comprensible que haya una gran amargura en México por la pérdida de la guerra de 1846 y de lo que hoy parece ser la mitad más deseable del territorio del país. A medida de que ese gran territorio florece y se vuelve aún más rico y deseable que el noreste de América del Norte no se enaltece el orgullo mexicano: o el territorio se habría desarrollado aproximadamente de la misma manera si hubiese seguido siendo mexicano, o (más probablemente) todavía se parecería a Sonora y a Sinaloa. Ninguna de esas alternativas es un pensamiento alentador para los corazones mexicanos.

Desde este punto de vista, la obsesión de México con los principios de no intervención y autodeterminación no surge como una fijación enfermiza, sino como una ansiedad basada en una experiencia histórica no muy distinta a la de los polacos. De la misma manera (aunque es cierto que la analogía no debe ser llevada demasiado lejos), ¿quién no entendería la simpatía polaca por cualquier problema político dentro del bloque oriental que limite el potencial uso desmedido del poder soviético?[9]

Por supuesto, la analogía deja de funcionar cuando recordamos que en el caso de México son el gobierno y el partido quienes hablan y, en cierta medida, actúan como si no les disgustasen los eventos políticos desestabilizadores en sus países vecinos los cuales, de continuar desarrollándose de manera impune, podrían acarrear serios disturbios sociales y políticos en el propio México. La violencia incontrolada de la revolución mexicana está a solo medio siglo de distancia (terminó recién en 1929). Este es un pensamiento que debería darles escalofríos a todos los miembros del establishment mexicano. El profundo conservadurismo de los revolucionarios exitosos (Mao Zedong fue la excepción que demuestra la regla) seguramente se explica por su pánico ante la idea de que las tensiones sociales se desboquen si sus sistemas de control político y social fallasen y se reanude la violencia que tan bien conocen.
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He aquí donde los mexicanos se enfrentan con su dilema. En los países comunistas, el control es una cuestión de totalitarismo y terror. El orden político surgido de la revolución mexicana solamente es ligeramente autoritario, y ha basado su notable estabilidad en medio de problemas sociales graves (40 por ciento de la población adulta desempleada o subempleada, 55 millones por debajo de la línea de pobreza crítica en una población de 70 millones) en un doble discurso grandilocuente sobre lo fervientemente revolucionaria que sigue siendo la estructura de poder o, incluso, sobre cuánto más revolucionaria se vuelve esta estructura con cada día que pasa. Cada nuevo presidente mexicano es ungido como el abanderado de la (susodicha) revolución sin tregua asumiendo el manto del nacionalismo, el igualitarismo, el antiimperialismo. Se convierte en un campeón del Tercer Mundo, del indio, del campesino, del trabajador; y será el amigo de los revolucionarios en todas partes (excepto en México, donde su policía los reprimirá de manera despiadada). Debe quedar claro que con esto no se busca apaciguar a las masas afectadas por la pobreza, que viven en un nivel en donde estos conceptos no tienen sentido, sino más bien a los sectores de las clases medias que podrían desviarse de la “familia revolucionaria” y comenzar a agitarse y crear una verdadera oposición o, Dios no lo quiera, una verdadera revolución.

La regla de que ningún presidente puede ser reelecto después de su mandato de seis años es otro elemento esencial de este sistema. Le ofrece a otros contendientes y a sus amigos la esperanza de que su momento llegará y, lo que es más importante, elimina a todos los ex presidentes para siempre del escenario político. Los enjambres de seguidores agrupados en círculos cada vez más amplios alrededor del presidente saliente se ven obligados a renunciar a sus posiciones sin generar conflictos dañinos a los nuevos enjambres que se formarán alrededor del nuevo líder.

Otra característica más del sistema mexicano es la incesante y diligente cooptación de marxistas brillantes, jóvenes y genuinos. Los hombres jóvenes que demuestren capacidad intelectual, carácter y tendencias radicales serán cortejados. Los recalcitrantes, serán reprimidos (e incluso asesinados en casos extremos). Pero si responden positivamente, tendrán aseguradas carreras espectaculares en el gobierno. Una muestra estadística del personal de alto nivel de la burocracia mexicana, incluido el servicio exterior, mostraría una proporción sorprendente de hombres muy jóvenes, de los cuales muchos o la mayoría hasta hace poco eran apasionados líderes jóvenes que desde la relativa seguridad de sus claustros universitarios denunciaban a la élite gobernante y el sistema de partido único como un lastre inútil y traicionero a los ideales revolucionarios que el mismo pregona sin cesar. De haber sobrevivido, no pocos de los muertos y desaparecidos (que hoy yacen en fosas comunes) en la masacre de manifestantes estudiantiles de la Plaza de las Tres Culturas (1968) serían ahora jefes de gabinete en algún ministerio, o incluso embajadores en el extranjero.

Para aquellos con sensibilidades más delicadas, el sistema ofrece oportunidades menos abiertamente comprometedoras en las universidades, en las publicaciones, en las artes o el periodismo. En realidad, una pequeña periferia radical puede mantener en esos nichos una actitud aparentemente inquebrantable contra el gobierno y contra el PRI, mientras que en la práctica contribuye como valioso ingrediente para la apariencia del pluralismo y mantener el holograma de la llama revolucionaria, el mito político más importante de México.

Ahora no debería pensarse que todos los jóvenes marxistas que se dejan cooptar abandonan sus creencias políticas. Todo lo contrario. Muchos o la mayoría de ellos racionalizan su acomodo como la mejor manera posible de promover esas creencias. Definitivamente no se les pide que las oculten, y tienen participación activa y a menudo efectiva en el proceso de toma de decisiones, ya sea como burócratas o como formadores de la opinión pública, hasta un punto cuidadosamente medido más allá del cual (a) la estructura de poder pueda verse socavada y (b) pueda producirse un conflicto serio con los Estados Unidos. Ocurren errores. El incidente en la Plaza de las Tres Culturas debería haberse evitado. De igual manera el voto por la resolución sionismo-racismo en las Naciones Unidas (1975). Vale la pena destacar que Luis Echeverría, un hombre fatuo que cometió el error de rodearse de jóvenes asesores de línea dura, estuvo involucrado como Ministro del Interior en el primer episodio y como presidente en el segundo.

Pero dentro de ciertos límites, los marxistas en la burocracia, en las universidades y en los medios de comunicación no solo son escuchados, sino que su retórica es bien recibida y asumida sin problemas por el régimen en su conjunto. En cierta medida, esta es la concesión dada a la izquierda por un sistema basado en la tolerancia mutua entre las élites y con mecanismos complejos para resolver diferencias. La gran “familia revolucionaria” quiere tener un ala de extrema izquierda, de hecho la necesita, entre otras cosas para mantenerse al día con los lemas revolucionarios. Pero en parte, la opinión de la extrema izquierda es bienvenida como una valiosa contribución al proceso de toma de decisiones.
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Revisando los cuatro temas más debatidos en las relaciones México-EEUU se ve cómo funciona todo esto:
  1.  Los productores mexicanos de hortalizas de invierno quieren un acceso mayor y de ser posible ilimitado al mercado de los Estados Unidos. Uno pensaría que en cualquier negociación bilateral entre los dos países esto se consideraría que este es un objetivo mexicano y que, de lograrse, sería una concesión sustancial por parte de los Estados Unidos. Sin embargo, los izquierdistas mexicanos objetan que la exportación de vegetales de invierno a los EEUU solo favorece a los agricultores “ricos”, y que cualquier nueva exportación a los Estados Unidos aumenta la dependencia de México de su vecino imperialista (de hecho, los EEUU reciben casi el 70 por ciento de todas las exportaciones mexicanas; Japón es el siguiente socio comercial con 3 por ciento).
  2. Una quinta parte o más de la población de México depende de dinero que recibe de los migrantes estacionales a los Estados Unidos. ¿Es una posición pro-México argumentar a favor de una liberalización y racionalización de este inmenso hecho social y económico? No, dice el ala izquierda de la “familia revolucionaria”, es degradante para México suministrarle a los Estados Unidos imperialistas una subclase laboral; los migrantes pierden su orgullo y su identidad (sin mencionar su potencial para liderar algún día una verdadera revolución en su propio país); Los beneficios para los familiares son ilusorios porque se disipan en el consumo, a menudo de bienes importados.
  3. El turismo de los norteamericanos en México se critica por razones similares: es una forma de prostitución, de vender el alma mexicana; los dólares ganados no se usan bien y los reciben principalmente los mexicanos equivocados; El espectáculo de los turistas norteamericanos adinerados, con sus cámaras y grandes autos, tiene un efecto negativo en las masas mexicanas, las cuales deberían anhelar la justicia social y no las baratijas del consumismo norteamericano.
  4. El petróleo recién hallado, con reservas casi comparables a las del Golfo Pérsico, utilizado juiciosamente en negociaciones bilaterales con Estados Unidos, sería una carta de gran poderío. Pero la posibilidad de comprometer más petróleo a los EEUU se matiza con los colores más negros, como una manera segura de convertir a México, irremediablemente, en un apéndice de la economía de los EEUU; un candidato para la protección, o peor, de los EEUU en caso de una crisis mundial imprevista o cuando ocurra la inevitable escasez de energía que los EEUU enfrentarán en unos años; en una víctima, debido a las ganancias excesivas en dólares, del modelo de desarrollo desequilibrado, desigual y abrumado por la inflación de otros países exportadores de petróleo.
En el caso de estos y otros temas económicos, sobre los cuales ningún gobierno puede darse el lujo de ser demasiado ideológico, la voz de la izquierda es publicitada ampliamente y repetida frecuentemente, pero se le presta atención con recelo o en absoluto. Por otro lado, en el sector “fabulado” de la política exterior, el sistema de poder mexicano tradicionalmente le ha dado a la extrema izquierda grandes concesiones importantes que, estima, son de poca consecuencia. Hasta que ocurrió la revolución cubana, la única preocupación real de la política exterior mexicana era los Estados Unidos. En esto, la pauta y el método eran: sobrevivir con dignidad la incómoda proximidad de este vecino monstruoso; aprovechar esa proximidad sin perder la identidad propia; tener la máxima prioridad real de llevarse bien con los EEUU, y la máxima prioridad ficticia de hacer parecer que, como país revolucionario condenado a vivir al lado del centro del imperialismo occidental, México tiene conflictos constantes, graves e irresolubles con él.

La revolución cubana complicó mucho las cosas. Fidel Castro se atrevió a intentar lo imposible y se salió con la suya. Jugó con la Unión Soviética contra los Estados Unidos y así logró satisfacer la ambición secreta o declarada que prospera en el corazón de cada latinoamericano (incluso los anticomunistas apasionados, como los conservadores mexicanos mencionados por Octavio Paz): devolverle a los Estados Unidos su propia moneda por las múltiples humillaciones que los latinoamericanos han enfrentado, individual o colectivamente, de los "yanquis", y especialmente por la gran humillación inherente en la inevitable comparación entre lo que han logrado los latinoamericanos y los norteamericanos en su respectivas parcelas del Nuevo Mundo. Es por esta razón que en sus primeros días Fidel Castro fue un héroe para todos los latinoamericanos. Y es por eso por lo que continúa disfrutando de un prestigio mucho mayor del que se merece o que parecería posible bajo las circunstancias actuales.

Los mexicanos, por supuesto, fueron y siguen siendo particularmente vulnerables al atractivo de Fidel. Por muy buenas razones, sufren un caso especialmente agudo del síndrome de “vivir con los EEUU”. Son especialmente sensibles a la audacia heroica, casi imprudente, mostrada por Castro al verdaderamente enfrentar a los Estados Unidos en lugar de simplemente pretender que lo hacía. Cada nota tocada en la tonada del sistema mexicano, desde su mitología emocionalmente satisfactoria hasta el uso pragmático de la retórica revolucionaria, resuena con las cacofonías sonando en La Habana durante estos últimos veinte años. El problema es que ésta ya no es una política exterior “fabulada”. Es la dura realidad y, a medida que Cuba se aproxima cada vez más a la Unión Soviética convertida finalmente en su satélite más sumiso, los mexicanos se encuentran en creciente contradicción con una regla fundamental de su sistema: nunca debe permitirse que coincida la forma con la substancia.

Cuba no es una revolución “circunscrita”. Cuba es un agente subversivo intenso y mortal con un poderío militar formidable a las puertas mismas de México. En contraste, México tiene un ejército pequeño e irregular y depende implícitamente del poder militar de los EEUU para su seguridad exterior. En toda América Latina, solamente Brasil (con una población doce veces mayor) tiene fuerzas armadas más grandes que las de Cuba. Los soviéticos le han dado a ese ejército enorme un entrenamiento bélico y una diversidad de armas formidables, incluyendo una pequeña armada y una gran flota pesquera capaz de ser convertida instantáneamente a fines militares. Actuando “por su cuenta”, como supuestamente hicieron en Angola, los cubanos podrían interceptar rutas marítimas del Caribe. Son una clara amenaza para los nuevos campos petroleros mexicanos, tan cercanos a sus costas que, según se informa, un campo petrolero en alta mar descubierto recientemente a pocas millas al norte de La Habana sería parte de la misma formación geológica en la que están los campos mexicanos. La paradoja política mexicana toma visos surrealistas ante el hecho de que es la propia compañía petrolera estatal mexicana la que está haciendo exploraciones y perforaciones para los cubanos, con el pretexto de que su “gran” revolución ayuda a la “pequeña” revolución mucho más allá de lo que hubiese podido esperarse cuando érase apenas un juego de palabras y gestos.
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Hay una racionalización final y tácita del comportamiento de México ante el problema de la jugada estratégica en Centroamérica iniciada por los soviéticos y conducida desde Cuba. Es la esperanza de que, al mostrar simpatía e incluso apoyo a los gobiernos cubano y nicaragüense, así como a los "frentes de liberación" de El Salvador, Honduras y Guatemala, México puede “vacunarse” contra la subversión interna respaldada desde el extranjero por más tiempo que los países que, como Venezuela, han sido intransigentes en sus relaciones con Cuba.[10] Esto sería consistente con el hecho de que en ninguna parte de América Latina la subversión comunista ha progresado sin contar con apoyo externo. El tiempo, piensan los mexicanos, lo cura todo.

Mientras tanto, y siempre y cuando puedan contar con que México mire hacia otro lado o incluso que les dé una mano aquí o allá, Cuba y la Unión Soviética ignoran visiblemente cualquier acción represiva del gobierno de México contra el partido comunista mexicano. Y, lo que es mucho más significativo, han negado su respaldo a los pocos reductos de guerrilleros mexicanos, cuya existencia es por ello tan desconocida para la opinión mundial como la de los rebeldes salvadoreños es famosa.
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[1] En esta sección Carlos Rangel destaca la importancia de esa estrategia fundamental del comunismo: aliarse con sus futuros enemigos para derrocar (preferiblemente por métodos violentos) a sus enemigos presentes. En los últimos párrafos de “El Manifiesto del Partido Comunista”, Marx claramente expone su estrategia principal para derrocar “la sociedad burguesa”:

los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante… En todos estos movimientos se ponen de relieve el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos progresiva que revista, como la cuestión fundamental que se ventila… Finalmente, los comunistas laboran por llegar a la unión y la inteligencia de los partidos democráticos de todos los países.

El Manifiesto del Partido Comunista, Marx, C. y F. Engels, 1848. Edición de la Fundación de Investigaciones Marxistas, traducción por W. Roces. Madrid  (2014). [CJR]

[2] Replicando lo que hiciera en su momento Fidel Castro con Huber Matos y otros. [CJR]

[3] Este análisis de Rangel a principios de 1981 antecede la invasión de la administración Reagan a Grenada, en octubre de 1983, para derrocar a un gobierno abiertamente declarado marxista y alineado con Cuba y la Unión Soviética. [CJR]

[4] Una prueba contundente: el inesperado asentimiento del presidente López Portillo a la propuesta del presidente de Venezuela, Herrera Campíns, de que ambos países vendan petróleo en forma concesionaria a países de Centroamérica y el Caribe, incluyendo a Nicaragua, pero también a El Salvador, pero no Cuba.

[5] Josip Broz Tito, presidente de Yugoslavia y fundador del Movimiento de Países no Alineados. [CJR]

[6] Octavio Paz, “El Espejo Indiscreto” Revista PLURAL, No. 58 pp. 70-75, Julio 1976. - http://arteyculturags.mx/plural/revista.php?r=58#58-70 [CJR]

[7] Octavio Paz, Ibid [CJR]

[8] Octavio Paz, Ibid [CJR]

[9] Al momento en que se escribía este ensayo, el sindicato Solidaridad y Lech Walesa estaban causándole grandes dolores de cabeza a la Unión Soviética en Polonia, los cuales eventualmente conducirán a la independencia de Polonia y al colapso de la URSS. [CJR]

[10] Luego de un breve deshielo, tras la reanudación de las relaciones diplomáticas en 1975, las relaciones entre Venezuela y Cuba están nuevamente muy tensas y cercanas al punto de ruptura debido a la negativa de Cuba de honrar la sagrada tradición latinoamericana del asilo diplomático. Cuba se niega a otorgar salvoconductos a los cubanos asilados en la embajada de Venezuela en La Habana. Curiosamente, han pasado varios años desde que alguien buscó asilo en la embajada de México. Las malas lenguas dicen que esa embajada no es precisamente un refugio contra la policía de Fidel Castro.

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