Estimado Antonio:
Gracias por
enviarme copia de este ensayo, cuya razón de ser se origina en la eterna
incógnita ante esa pregunta siempre vigente: ¿que hace que Latinoamérica se
mantenga en el fracaso?
Si pensáramos limitadamente
enfocaríamos la respuesta sobre la hegemonía ideológica del socialismo en el
gran territorio de Latinoamérica, hegemonía sembrada a principios del siglo
pasado como reacción ante el éxito evidente del gran vecino del norte e
ilustrada en el Ariel y Calibán de Rodó. Esta respuesta, sin embargo, no es
totalmente satisfactoria puesto que las diferencias entre ambas regiones son
anteriores al surgimiento del socialismo. El socialismo ha sido presentado por
algunos como la solución ante ese fracaso y por otros como la razón del mismo.
Pero la razón debemos buscarla más profundamente, y eso es probable que hiera,
también profundamente.
Carlos Rangel
acertaba cuando indiciaba al legado del imperio español como el gran culpable
de las taras culturales de nuestros pueblos. La mentalidad de rapiña, de
paternalismo machista, de mercantilismo autocrático, de clasismo sectario no ha
logrado sacudirse del cuerpo político de nuestras naciones. Esa mentalidad
proviene de la conquista. Es significativa la diferencia identificada por
Rangel entre colonización y conquista, diferencia fundamental de origen entre
la América anglosajona y la América hispana. Diferencia entre reclamar un
territorio para desarrollarlo y reclamarlo para expoliarlo.
Las taras
culturales son casi o más difíciles de cambiar que los genes del cuerpo. No por
eso no se ha intentado ni haya que dejar de hacerlo. Hay que entender el
contexto de lo que se pretende. Hay una visión de la sociedad ideal, una utopía
tanto socialista como capitalista; pero la tara de ese mercantilismo arrojado
como arena en los engranajes económicos convierten esas felices utopías en
duras realidades. En el caso del socialismo se degenera en un gran monopolio
del estado sobre la vida de la sociedad, con élites privilegiadas y miseria
colectiva bajo represión económica, social y política. En el caso del
capitalismo fácilmente las distorsiones mercantilistas pueden generar poderosas
oligarquías, gran desigualdad económica y un alto nivel de expectativas
frustradas.
El interés propio
es natural al ser humano y cuando se le permite desarrollar, favorece a la
prosperidad general. Ese es el fundamento básico del capitalismo, tal y como lo
postulaba Adam Smith. Al mismo tiempo Smith alertaba acerca del peligro de los
monopolios y su capacidad para distorsionar esa prosperidad, coartando
oportunidad y creando desigualdades nocivas. Tanto la tiranía socialista como
la oligarquía mercantilista basan su represión en la capacidad de concentrar el
poder político y económico en uno o pocos monopolios sectoriales. Los
mecanismos de la democracia liberal –estado de derecho, gobierno representativo
con alternabilidad en el poder, libertad de expresión, igualdad de oportunidad—
controlan de manera natural los abusos potenciales de las oligarquías y las
tiranías. La finalidad de la política es hacer que la sociedad en su conjunto
sea mejor y, sin lugar a duda, la historia ha demostrado que bajo sistemas de
democracia liberal robusta las sociedades prosperan más que bajo oligarquías y
tiranías. Cuando los políticos se dejan seducir por sus intereses, y no son
limitados por los mecanismos de control democrático, éstos se convierten en
politiqueros y populistas que llevarán a sus sociedades irreductiblemente por
el sendero de la ruina.
Hace unos años
Fukuyama proclamó el fin de la historia, cuando consideraba que finalmente la
democracia liberal estaba destinada a prevalecer en el mundo. Hoy en día ha
retirado esa proclama y reconoce que la democracia liberal es más frágil de lo
que estimaba. Lo ocurrido en Venezuela, lo que está parece estar ocurriendo en
Chile, Colombia y México donde nuevas generaciones son seducidas por las viejas
promesas del socialismo hace pensar que los defensores de la democracia tienen
su camino trazado y cuesta arriba.
Nuestros países
parecen tener tendencia a ciclos generacionales, haciendo péndulo entre
tiranías socialistas y oligarquías mercantilistas. El liberalismo
verdaderamente no ha sido ensayado plenamente y los experimentos en el mismo
han sido coartados por aquellas taras identificadas que tienden a crear grupos
de influencia que buscan perpetuarse alrededor del poder del estado. Es en este
sentido que claramente el mensaje de Carlos Rangel se mantiene vigente de
manera alarmante. Su diagnóstico sobre el fracaso todavía no ha sido aceptado
por el paciente, el cual difícilmente podrá sanar porque no está dispuesto a
tomarse la medicina: grandes dosis de verdadera democracia.
Un gran abrazo y
saludos,
Carlos J. Rangel
LA HISTORIA
DE UN FRACASO
La historia
se debe contar desde el final. El de América Latina sigue abierto. Temo que el delirio
siga siendo su esencia ontológica. El buen salvaje continúa mirándonos desde
los ojos del buen revolucionario. Como diría un mexicano: ni modo.
Antonio
Sánchez García @sangarccs
A Carlos
Rangel, in memoriam
“A pesar de todos los cánticos de acción de gracias por la resurrección de
una cultura de la libertad y la verdad tras el desmoronamiento del imperio
soviético, lo cierto es que las lecciones del inmenso descarrío del siglo XX no
se han aplicado a la realidad cotidiana. Persisten las costumbres del fraude
metódico, más insidiosas si cabe porque desde el principio están implantadas en
medios y publicaciones no comunistas, donde provocan menos desconfianza que
cuando se originan a la vista de todos en el propio entorno del Partido
Comunista y en sus órganos oficiales.”
Jean-François Revel, Memorias, El ladrón en la casa vacía, 1997
Uno de sus más lúcidos intelectuales,
como no podía ser menos profundamente rechazado por la intelligentsia
venezolana de esos años del delirio que sembraron la semilla que hoy tiene al
país en la ruina, lo escribió desafiando a todas las buenas conciencias del
castrocomunismo que desde el triunfo de la revolución cubana se ha sentido a
sus anchas en nuestras instituciones religiosas, académicas y culturales: “la
historia de América Latina” – escribió desafiante Carlos Rangel en Del
buen salvaje al buen revolucionario – “es la historia de un fracaso”.
Gobernaba Carlos Andrés Pérez, el Pacto de
Punto Fijo lucía sólido e inconmovible, el milagro de una sociedad plural,
aunque trasminada de populismo socializante, parecía haber sido capaz de
rechazar todas las tentaciones totalitarias rebrotadas desde La Habana. Era el
cuarto presidente elegido tras una ejemplar transición democrática. El pueblo
le había infringido una soberbia derrota a las fuerzas marxistas donde más les
duele: en el terreno democrático, el de las urnas. Más de un 90% de ciudadanos
participaron en las presidenciales boicoteadas por Cuba y el castrocomunismo
vernáculo, eligiendo en diciembre de 1963 al socialdemócrata Raúl Leoni
presidente de la República en las segundas elecciones que vivía Venezuela bajo
el sello de la paz democrática en doscientos años de República. Los alijos de
armas contrabandeadas desde Cuba para hacer reventar las elecciones
presidenciales fueron decomisadas, sin mayores efectos. El pueblo y el
campesinado venezolanos, recién nacidos a la democracia, se habían mostrado
fieles y leales a los esfuerzos por desmilitarizar y civilizar al país. El gran
historiador inglés Hugh Thomas lo destacó como uno de los hechos más
importantes de la historia contemporánea latinoamericana y lo atribuyó a la
extraordinaria voluntad e inteligencia política de Rómulo Betancourt. Más
tarde, en ejemplar alternancia, fue electo el socialcristiano Rafael Caldera,
quien le ganara por un escaso margen de votos al candidato de la
socialdemocracia, Gonzalo Barrios. La democracia venezolana, caso único y
ejemplar en la región, navegaba viento en popa. Más allá de mezquindades y
ambiciones personales, como lo demostrara la gallardía del derrotado Gonzalo
Barrios, quien se negara a todo trance a hacer uso del poder del Estado que
detentaba su partido para torcer la voluntad popular fraguando un fraude, como
se harían consustanciales a la dictadura chavista. Cuba por esos mismos años,
del otro lado del Caribe, su hundía en los meandros de la tiranía. Ante
la complacencia y el aplauso mundial. ¿Era la prueba del fracaso de la
región?
¿Por qué un intelectual de tan sólida formación, que conocía la historia de
América Latina al dedillo y había sido protagonista del progreso de la paz y la
democracia en Venezuela desde puestos de comando del aparato mediático
nacional, osaba desafiar al establecimiento académico desmintiendo su apuesta
por el marxismo leninismo y las venturas de los supuestos éxitos de la región
en lograr una convivencia republicana?
Porque Carlos Rangel no aceptaba las anteojeras ideológicas que facilitaban la
ceguera del triunfalismo bolivariano, porque sabía del profundo desgarramiento
con el que Bolívar, el venerado, acechado por la traición y la muerte,
comprendiera la hondura de su fracaso. Porque América Latina, como el mismo
Libertador lo reconociera en su balance y despedida, más allá de los discursos celebratorios
del Centenario, era un nidal de autocracias, de caudillismo, de desafueros y
delirios. La América hispana no estaba a la altura de su independencia
política, impuesta a garrotazos por sus élites aristocratizantes. Porque
mientras los Estados Unidos, poco menos que en los mismos años, se había
erigido en la primera potencia mundial de esencia liberal y democrática –
léanse La Democracia en América y El antiguo Régimen, de Alexis de Tocqueville
- , su patio trasero era una confusa y turbulenta montonera de tiranías,
dictadorzuelos, subdesarrollo, caudillos, anarquía, hambre y miseria. Porque al
cabo de los años a pesar de la aparente abundancia y la holgura presupuestaria
de nuestra petrodemocracia, bastaba un mínimo de seriedad para comprender que
todos esos fastos eran ilusorios, que toda esa riqueza era flor de un día, que
en Latinoamérica la carencia de civilidad era aterradora, las ambiciones un mal
endémico y la incultura y la falta de educación males difícilmente superables.
Latinoamérica era, hasta entonces, la historia de un fracaso. ¿Lo sigue siendo?
No se me ocurre otra metáfora para
representar la horrenda deriva totalitaria de los años transcurridos tras el
severo diagnóstico de Carlos Rangel expresada a mediados de los años setenta
que la del “saco roto”. Esa extraordinaria experiencia, en lugar de haberse
decantado en un sólido sustrato de conciencia histórica que hubiera servido de
fundamento para la consolidación del progreso hacia una sociedad más cívica,
más civilista, más emancipada, más racional y democrática, maravilloso logro de
la espléndida generación del 28, conformando un muro de contención a la
barbarie subyacente a las proezas de sus “lanzas coloradas”, se nos escapó por
el hueco del saco roto de la inconstancia, la veleidad, el espontaneísmo, la
mezquindad y las ambiciones de su clase política, la ceguera de sus élites, la
inconsciencia colectiva. El aventurerismo primó por sobre la racionalidad y la
irresponsabilidad por sobre el sentido de nación. Volvió a imponerse lo que
Mario Briceño Iragorry definiera en 1950, a medio siglo del derrumbe y el
asalto de la barbarie, como una crisis de pueblo. Su mensaje, él lo sabía, no tuvo destino.
No era sin embargo Venezuela el objeto del
diagnóstico rangeliano. Era toda la región: “la historia de América Latina es
la historia de un fracaso”. De la que las horrendas dictaduras de Cuba y el
Cono Sur, del Caribe, el Atlántico y los Andes eran nada más que el escorzo de
su contemporaneidad. Del buen salvaje al buen revolucionario era mucho más que
una mera reflexión sobre la catástrofe rousseauniana, la línea de sombra que
lleva de la Enciclopedia y el Iluminismo dieciochesco a Hegel, Marx, Lenin y
Stalin: mostraba con lujo de detalles el periplo que iba de Tamanaco a Hugo
Chávez y de Caupolicán y Lautaro a Fidel y Raúl Castro. Y también, y por sobre
todo: de Hernán Cortés, Pizarro y Diego de Almagro a Simón Bolívar, el Che
Guevara y Salvador Allende. La funambulesca historia de un delirio de invasores
e invadidos.
Bien quisiéramos delimitar los límites del fracaso al Caribe y reducir su
diagnóstico a ese mediterráneo de lo real maravilloso, a la boba utopía
macondiana, hoy desmoronada en basural bolivariano y representada
magistralmente por el tonton macoute que emergió del Metro de
Caracas escoltado por sus soldados de cocaína. La pérdida de la
conciencia histórica – nuestra triste y macilenta crisis de pueblo – vuelve a
actualizarse en estos diálogos recurrentes de la pretendida civilización
democrática con la evidente barbarie chavista, celebrados en una isla caribeña
– como en los comienzos de la colonización - de cuyos protagonistas, hoy a
quinientos años del descubrimiento, sólo se manifiesta el cambio de indumentarias:
el guayuco por el flux y las alpargatas por los mocasines. La corbata ha
suplantado al colmillo del tigre. Los adelantados a la figura del conquistador
Rodríguez Zapatero.
La historia se debe contar desde el final. El de América Latina sigue abierto.
Temo que el delirio siga siendo su esencia ontológica. El buen salvaje continúa
mirándonos desde los ojos del buen revolucionario. Como diría un mexicano: ni
modo.
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